02 mayo 2002

Notas de filosofía práctica


Cuatro ensayos de un colectivo de estudiantes de filosofía.


Los pensamientos son acciones.

Nietzsche

Otoño de 2002

Facultad de Filosofía yLetras - Universidad de Buenos Aires

(con)texto - presentación colectiva

Dos contextos

Jueves 20 de diciembre a las tres de la tarde. Mientras el estado de sitio fusila manifestantes en la Plaza de Mayo y el Presidente de la Nación es depuesto, la carrera de Filosofía de esta Facultad nos toma exámenes. Los gritos y los gases no penetran las paredes de este edificio, como no penetraron las noticias sobre la ola de saqueos que conmociona al país. Nosotros, estudiantes de filosofía, nos hacemos examinar sin sentir o expresar discordancia.

Fines de marzo a cualquier hora entre las siete y las veintitrés. Iniciadas las clases, el ruido de las cacerolas y el verbo de las asambleas tampoco ingresan al edificio. Pero al doble problema de las cátedras únicas y de la falta de aulas se agrega el aumento del precio de las fotocopias y de los libros como consecuencia de la devaluación. Nosotros, estudiantes de filosofía, nos apelotonamos como sardinas sin manifestar incomodidad, desertamos de clases vergonzosas sin arrebatos de bronca, gastamos fortunas en apuntes sin presentar quejas. Y, por supuesto, preparamos los exámenes de mayo.

A propósito, dice Foucault

«Se habla a menudo de la ideología que llevan en sí, de manera discreta o parlanchina, las ‘ciencias’ humanas. Pero su tecnología misma, ese pequeño esquema operatorio que tiene tal difusión (de la psiquiatría a la pedagogía, del diagnótico de las enfermedades a la contratación de mano de obra), ese procedimiento tan familiar del examen, ¿no utiliza, en el interior de un solo mecanismo, unas relaciones de poder que permiten obtener y constituir cierto saber? No es simplemente al nivel de la conciencia, de las representaciones y en lo que se cree saber, sino al nivel de lo que hace posible un saber donde se realiza la actualización política.»

El sujeto que enuncia

Quienes hacemos «Notas de filosofía práctica» compartimos una precaria certidumbre: donde una pregunta no encuentra respuesta, la acción colectiva construye una respuesta; donde una práctica reflexiva se detiene, otras prácticas la hacen avanzar. Esta idea, sutil y empecinada, provisoria y productiva, es resultado de experiencias colectivas, textuales y situacionales, concretas. Quienes hacemos «Notas de filosofía práctica» integramos la Comisión de Filosofía. La Comisión es un espacio que funciona como fragua de acciones colectivas. En defensa de la transversalidad y de la multiplicidad, nos movemos conformando colectivos de trabajo según las exigencias de cada situación concreta. Nosotros cuatro quisimos publicar nuestros trabajos y para eso creamos este colectivo editor.

A propósito, dice Deleuze

«Por una parte una teoría es siempre local, relativa a un campo pequeño, y puede tener su aplicación en otro dominio más o menos lejano. La relación de aplicación no es nunca de semejanza. Por otra parte, desde el momento en que la teoría se incrusta en su propio dominio se enfrenta con obstáculos, barreras, choques que hacen necesario que sea relevada por otro tipo de discurso (es este otro tipo el que hace pasar eventualmente a un dominio diferente). La práctica es un conjunto de conexiones de un punto teórico con otro, y la teoría un empalme de una práctica con otra. Ninguna teoría puede desarrollarse sin encontrar una especie de muro, y se precisa la práctica para agujerearlo.»

La naturaleza de los textos

Por un lado, los textos son el resultado de situaciones prácticas (concretas) que involucran un cambio de hábitos, de ideas y del propio cuerpo. Por otro lado, estos cambios implican la creación de espacios locales que intentan modificar por sí mismos las realidades en situación sin esperar que los resultados caigan de arriba. Nuestro ejercicio, entonces, es hacer una primera decantación de las prácticas que nos transformaron y que de alguna manera se continúan en los textos que siguen.

Colectivo editor: Maxi, Ariel, Cecilia, Mariano.

La clase media... media ¿qué?

Todos conocemos los acontecimientos que han sucedido durante los últimos meses en el país. Querría tratar, en especial, sobre lo que más llamó mi atención y produjo mi asombro, me refiero a la movilización social o estallido social, específicamente a la manifestación de descontento por parte de la clase media, e incluso parte de la clase alta argentina, que en general es gente que no solía inmiscuirse en actividades semejantes.

Primero, quisiera dejar en claro que este será sólo un punto de vista, que recorta sólo un aspecto de la realidad que estamos viviendo para analizarla y criticarla.

Cacerolazos, marchas, escraches a entidades bancarias y otras formas de manifestación de disconformidad con la dirigencia política se han convertido en el arma que posee la gente que dice no portar ninguna bandera política. Y son ellos, en especial, sobre quienes quiero dirigir la mirada.

En general, salvando raras excepciones, estas personas no solían preocuparse por cuestiones políticas (ya era suficiente con votar de vez en cuando), y preferían que sus representantes los representaran. Es decir, que los elegidos (representantes) debían actuar y decidir en nombre de otros (los representados) haciéndolos presentes (representándolos) en el momento en que decidían el destino (a su antojo) de aquellos que los eligieron. Jamás estuve presente cuando se decidía sobre mi futuro y el de mi país, y aunque lo hubiera estado no habría tenido voz ni voto, y ni siquiera conozco a aquellos que toman las decisiones en mi lugar o que, como se dice, me hacen presente en la instancia donde se votan las leyes. Considero entonces, que jamás estuve presente allí donde me representaron. “La voluntad no se representa” decía el filósofo Rousseau. Y aquel que entienda que en nuestro país hubo o hay una verdadera democracia debería redefinir el término. La representación es sólo una quimera que logra que unos pocos sigan dirigiendo el destino de muchos, que pretenden que los problemas de la sociedad se solucionen mientras ellos se quedan esperando “a ver qué pasa”.

Y esta actitud es la que suele tener la población argentina.

Pero casi como por arte de magia esta misma gente cambió. Se dice que esta gente “salió de su inercia”, que ahora participa más, incluso en asambleas, desde ahora las personas están “comprometidas”, “hubo un cambio en la sociedad argentina”. Me propongo dar mi propia visión de este supuesto cambio y tratar de entender qué lo motivó. Que hubo cierto cambio, no puedo negarlo, todo cambia constantemente. Pero ¿qué es lo que cambió? ¿La actitud de las personas hacia la política y hacia las cuestiones sociales? La gente ¿participa más porque tiene la conciencia social que antes le faltaba o porque busca satisfacer su modelo de vida individualista detrás del simulacro de la voz popular?

Pero parecen no ser nada originales todas estas características. En una edición del diario Extra, del mes de mayo de 1967, Juan José Sebreli, un sociólogo conocido, publicó un artículo en el cual hablaba acerca de la clase media argentina:

En junio del 66, la clase media argentina asistía a la caída sin gloria del presidente Illia, al que había ayudado a subir tres años antes. La impotencia que caracterizó a este gobierno –fluctuando entre su vacilante oposición a la oligarquía y su hostilidad por la clase obrera– reflejaba las tendencias de la pequeña burguesía argentina y su incompetencia para conducir el país. Decepcionada por el fracaso de sus propios representantes, la clase media no se sintió demasiado afectada por el golpe de Onganía, y hasta en algunos sectores se manifestó una gran alegría. A pocos meses del golpe y definida su política ¿sigue pensando lo mismo la clase media? El golpe no era contra ella, pensaba, sino contra el peronismo que iba a triunfar en las próximas elecciones, contra el comunismo, contra las permanentes huelgas –ahora por lo menos van a andar los teléfonos, se decían–, contra el caos en Tucumán, en una palabra: contra la clase obrera, el enemigo predilecto de la clase media. Sin embargo, ahora la clase media comienza a advertir espantada que además de ajustar sus cuentas con la clase obrera, la dictadura está dispuesta a ajustar sus cuentas también con ella misma: la devaluación del peso destruyó sus pobres patrimonios y bajan los sueldos fijos del empleado pequeñoburgués. La clase media no puede ya sentirse totalmente identificada con el gobierno, pero a la vez tampoco puede atacarlo activamente porque carece de una moral de la libertad capaz de contraponer a la moralina clérigo-militar (...) Frecuentemente he atacado a la clase media argentina burlándome de sus caducos valores, el liberalismo antiguo, el parlamentarismo, los viejos partidos políticos traidores al pueblo y la universidad del país, las formalidades vacías de la democracia burguesa.Pensaba y sigo pensando que todos esos valores expresan el pensamiento argentino de derecha. El sistema ahora sin máscaras enfrenta dramáticamente a la clase media consigo misma mostrándole la dualidad que ésta siempre trató de ocultar: defensora de la propiedad privada, pero la mercancía con la que trabaja no le pertenece ni a veces tampoco la casa donde vive ni el auto que no terminó de pagar; jerarquizada, pero las clases altas, sus auténticos jefes, no vacilan en ofenderla y humillarla; moralista, pero permanentemente gransgrediendo las normas de la moral burguesa y católica; ideológicamente identificada con las clases altas, pero económicamente sufriendo la misma suerte que las clases populares; salvaguardia de la democracia pero destinada a dejar que en defensa de esa supuesta democracia se imponga el fraude y la violencia. Si en los momentos cruciales la clase media estuvo siempre del lado de la oligarquía y en contra de la clase obrera, la cruel objetividad histórica parece querer ahora llevarla, aún contra su voluntad, del lado de la clase obrera y en contra de la oligarquía.

En noviembre de 1972, el escritor Tomás Eloy Martínez, en La opinión, publicó una serie de artículos titulados “La ideología de la clase media”:

El trabajo empezaba definiendo el origen histórico de esta clase, desde la inmigración de fin de siglo, y sus consecuencias: la obsesión era consumir, aspirar la droga del confort, introducirse en un paraíso artificial cuyos dioses eran el automóvil y la casa que envidiarían los vecinos. La clase media argentina es madre y heredera de esos vicios absurdos, de los que se contagiaron algunos dirigentes sindicales y a los que la clase obrera sigue siendo inmune sólo porque ha aprendido el lenguaje de la solidaridad del grupo. Pero la enfermedad del consumo es infecciosa, y como toda peste debe extenderse. Después, Martínez definía a esa clase media –más del cincuenta por ciento de los habitantes– y hablaba de su resistencia al cambio, de su aceptación de los valores tradicionales, de su imposibilidad de tener políticas propias, y contaba casos más o menos patéticos en que las apariencias –un departamento bien ubicado aunque minúsculo, un coche con etiquetas que simularan viajes– determinaban su actuación. Su gran sueño es ascender de categoría, comer los mendrugos del privilegio, o por lo menos aparentar que está en condiciones de hacerlo. Por eso adhiere a la ideología de los dominadores: porque se desespera por ser aceptada.

Sirviente de las apariencias y de la opinión ajena, víctima fácil de los caudillejos que han aprendido a plagiar su lenguaje aunque no defiendan sus intereses, enfermo de la peste del consumo, intoxicado por una publicidad que halaga su individualismo y le impone una filosofía superficial del éxito, el burgués nacional vive para morir de frustración.

Como carece de una ideología de clase, los sentimientos a que obedece siempre le son impuestos de afuera: su credo es la ley que otros escribieron. (...)

El burgués nacional, si bien se ha resignado a servir de colchón, tiene un límite de resistencia. La sociedad de consumo le pone todo el día por delante zanahorias doradas que permiten a quien las come vivir la ficción de que pertenece a la clase dominadora: cuando flaquea, cuando se desvanece el espejismo, las tarjetas de crédito aparecen para convencerlo de que ninguna felicidad es imposible. Y él se siente conquistado por estas nuevas formas que vienen a liberarlo de la inicua libreta de almacén. Con el apetito abierto, se empobrece comprando. En un momento dado toma conciencia de que el automóvil de lujo, las vacaciones privilegiadas, las casas de fin de semana, las piletas de natación, las grandes cenas, los estrepitosos vestidos, son dones que le están vedados. Y sin embargo estos dones se le cruzan todo el día por las orejas y los ojos: están en las páginas de los diarios, en las tandas de televisión, en los murales callejeros. Entonces, cuando se sabe inevitablemente burgués, admite al fin que su ideología individualista ha entrado en crisis y que la única salida posible es dar vuelta la sociedad, como un guante. Cada vez que se queja, es fácil probarle que carece de motivos: nadie le impidió jamás las puertas del gobierno, nadie lo forzó a comprar o a desvelarse por el status. Pero no se le explica que su falta de ideología le impidió usar el gobierno para tomar el poder, que su miedo al compromiso lo privó de elegir un líder propio, que la paz le fue enajenada por las bellas manzanas del paraíso consumidor.

No son los burgueses quienes cambian, sino los tiempos. Porque, como enseña la geometría, el único punto de la esfera que no se mueve es el centro. El axioma era más cierto aquí que en cualquier otra parte, hasta que la contradicción entre las ganas de consumir y la falta de medios para hacerlo comenzó a desplazar el centro de su lugar. La tijera que corta a los burgueses fue siempre la misma, pero en la Argentina esa tijera se ha vuelto loca, justo ahora, que no hay médicos a mano.

Mientras se disfrutaba de las ventajas de la convertibilidad, la posibilidad de salir de vacaciones o cambiar el auto o mandar a sus hijos a un colegio privado, la clase media fue bastante reacia a todo tipo de manifestación social, como cortes de calles por parte de asociaciones de desocupados, estudiantes universitarios a punto de tener que pagar un arancel, etc. Situaciones demasiado molestas para la gente que volvía de su oficina por la tarde y tenía que desviarse de su camino habitual a causa de un corte de calle. Esta misma gente, después del congelamiento de las cuentas bancarias y de la restricción para extraer dinero de sus depósitos, salió a la calle a pedir un país más justo, sin políticos corruptos e ineficientes, con trabajo para todos, etc.

Es como si el país hubiera comenzado a estar mal de un día para el otro, y entonces reclaman justicia, ahora que son ellos los damnificados. Ahora la injusticia también recayó sobre ellos.

Nadie sale a reclamar cuando el problema no es propio, como si los problemaso sociales no fueran problemas de todos los que conforman esa sociedad. La gente que reclama por lo que es suyo seguramente hace bien, pero creo que para que haya un verdadero cambio social, la misma estructura de la sociedad debe cambiar, para ello necesitamos “conciencia colectiva”, y con esto quiero decir la transoformación de la visión de los individuos sobre la sociedad, no como cada sujeto o sector siendo una parte de ella, sino de la sociedad como parte de los individuos. Si pensáramos la sociedad como estándo en cada uno de nosotros, cualquier cosa que pasara en ella nos afectaría a todos y seríamos quizás, más conscientes de lo que sucede a nuestro alrededor.

En el año 1999, en esta facultad surgió un importante movimiento estudiantil que se reflejaba en las calles y en las asambleas, pero luego de que el motivo que lo hizo aparecer se diluyera ese movimiento desapareció. Me pregunto qué sucedería si el motivo principal que produjo estos hechos en el país, es decir, la instalación del “corralito” desapareciera, ¿lo harían también las formas de participación activa que fueron surgiendo en este último tiempo?

Notas de metapolítica

ya no hay representación, sólo hay acción,

acción de la teoría, acción de la práctica

Gilles Deleuze

Desde Platón, la filosofía política es una mierda. La tradición clásica subordina la filosofía política a la cuestión de la legitimidad de la soberanía, esto es, a la evaluación y explicación de la legitimidad de las diferentes formas de Estado en busca de la mejor configuración estatal. La filosofía política analiza la estructura de la sociedad como un objeto de estudio, por eso la problemática de la transformación de la estructura, en sentido emancipatorio[1], se realiza en exterioridad o está ausente. Jamás la problemática de la transformación en la filosofía política es interior: existe una separación radical del pensamiento de su práctica transformadora. Entonces es necesario un discurso capaz de crear nuevas sendas, un discurso susceptible de ser verificado por su productividad, por su habilidad para agenciar con acciones, por su arte de intervenir en una serie política y trastornarla trastornándose. Por eso hablo de metapolítica. El concepto de metapolítica entraña las acciones que una filosofía puede obtener, por sí misma y en sí misma, del hecho que las políticas reales son pensamientos, esto es, operaciones (acciones) de puesta en crisis, por parte del sujeto, de su propia subjetividad y de la red de prácticas que habita y ejerce en la normalidad de la situación. Según la filosofía política, es al filósofo a quien le corresponde pensar “lo político”, esto es, el disfraz de la defensa filosófica de una política. Pero toda filosofía está bajo condición de una política real. Por eso, según la metapolítica, es a l@s activistas[2] a quienes corresponde inventar y realizar las tareas de transformación sobre su subjetividad y el estado de cosas que habitan.

La secuencia abierta el 19/20 de diciembre creó las condiciones para la emergencia de algo nuevo. Aportar herramientas para el análisis de esas condiciones creadas y de ese nuevo posible será materia de este artículo.

Porque es necesario redefinir la guerra. Ya no se trata de ocupar el territorio que posee el enemigo, sino de dibujar nosotr@s los mapas, de delinear nosotr@s el territorio de combate.

No se ensaya aquí la revelación de fórmulas prefabricadas para la lucha. Se ensaya aquí percibiendo, interpretando, que la naturaleza de un territorio, que la lógica que rige el curso de una acción en él, está dada por las condiciones de producción cartográfica de ese territorio: el dibujo del mapa fabrica la orientación del lector del mapa. El sinfín de modos en que se genera la subsunción real de la sociedad al Capital exige desechar la idea de un único mapa operable. La propuesta aquí es elaborar mapas situacionales: delimitaciones provisorias para batallas ilegibles por la estructura.

Guerrilla, sabotaje, deserción. El sentido común es nuestro más común campo de batalla por el sentido. Por eso puede venir bien revisar nuestras armas conceptuales, hacerlas discutir con las situaciones y crear nuevas armas; que situaciones forjen nuevos conceptos y que conceptos transformen situaciones. Acompaño a Alain Badiou y a Antonio Negri en la fragua teórico/práctica, pero adoptando siempre el consejo de Marcel Proust:

“Tratad mi libro como unos lentes dirigidos hacia fuera y si no os van bien, tomad otros”.

Caja de herramientas

El Estado es mucho más que el gobierno, el aparato represivo, el aparato judicial... El Estado es un poder de dominación de la situación: fija los lugares –sitia– y los trayectos –vincula– a las partes de la sociedad y prohíbe trastornar esos lugares e inventar nuevos trayectos. Los partidos, los sindicatos, las ONG’s, por ejemplo, como organizaciones que el Estado reconoce y a las que asigna una función (de gobierno, de negociación, de discusión o de consulta), representan partes para el Estado, son figuras de la codificación estatal, informan sobre los intereses de los subconjuntos[3], por lo tanto están controladas por la situación. El Estado es un poder que obliga a obedecer lugares y trayectos; nombra, enumera y registra las partes. Hay que entender al Estado como el estado de las cosas, el conjunto de saberes que regulan la situación. Entendido así, el poder del Estado no es mensurable y la sumisión a ese poder es absoluta. Pero a veces, localizado en situación, surge un acontecimiento que fija una medida al poder del Estado.

Un acontecimiento es una falla en la estructura, un disfuncionamiento en la cuenta-por-uno. Algo imprevisible por las reglas conforme a las cuales se configura una situación, irrepresentable por los recursos de un estado de cosas, innombrable por la lengua establecida que nombra los términos. Un acontecimiento es singular, porque su invención parte de un punto local-particular, y es universal, porque su novedadoso aporte puede implicar a tod@s.[4] No hay acontecimiento si sólo se trata de una reivindicación de intereses. Siempre hay reivindicaciones y demandas en un movimiento de masas, pero un acontecimiento es más que esas reivindicaciones y esas demandas. Ese algo de más, ese elemento suplementario, es lo que rebasa al movimiento de masas y se dirige a tod@s los hombres y las mujeres del mundo. En lenguaje metapolítico –que trabaja conforme a los parámetros de la ontología–, un acontecimiento es el despliegue o la mostración de la consistencia-inconsistente del múltiple en la presentación histórica. Hendidura que permite el emplazamiento de la pura multiplicidad del ser (producción, caos, deseo, insurrección, creación), subsumida normalmente en la surrección reglada por el orden del estado (dispositivo, registro, norma, articulación, cuenta-por-uno). Por eso un acontecimiento no le debe nada al pasado: un movimiento preparado, calculado, determinado, es forzosamente una reverberación del estado de las cosas, un mero reflejo de la situación; cualquier militante o activista sabe que todo verdadero movimiento inventa algo que no estaba, que está de más, o más allá, en la lógica de la situación. Eso inadvertible, inesperado, que irrumpe como condición de posibilidad de la política pero que no es todavía la política, es lo que llamo acontecimiento. Condición de posibilidad de la política porque pone fin al carácter indeterminado del poder del estado: algo en la (sub)sumisión se detiene, algo en la estructura se resquebraja. “Que se vayan todos, que no quede ni uno solo” pone en juego un significante de más, una nominación singular irreductible a los saberes establecidos, un suplemento, un plus, un vacío que permite que una verdad circule. Lo paradójico de una verdad estriba en que es al mismo tiempo algo excepcional respecto del estado de cosas inicial y, por tocar al ser mismo de lo que ella es verdad, algo de lo más próximo a ese estado de cosas inicial. El tratamiento de este carácter paradójico de la verdad requiere un arduo y problemático desarrollo, pero es evidente que el origen de una verdad es una dimensión del acontecimiento. El saber, siempre estatal, es del orden de la adición, de lo cuantificable, de lo enciclopédico, de lo nominable, mientras que la verdad, pensada matemáticamente en su ser,[5] como multiplicidad pura, es excedente con respecto a lo que permite realizar la cuenta-por-uno, su nombre es supernumerario, su ser es genérico, atraviesa en diagonal las figuras de la correlación presentativa (es irrepresentable). Una verdad es una afirmación igualitaria que se sustrae a la designación exacta del estado e inaugura un tiempo nuevo e irreversible. No hay saber de la verdad sino producción infinita de verdades suspendida a un acontecimiento: la verdad agujerea el saber. “Que se vayan todos, que no quede ni uno solo” hace circular la producción de una verdad insoportable, indiscernible, imposible para el estado de las cosas.

Multitud se opone al concepto de pueblo. Pueblo es una correlación estatal labrada en la atribución de unidad de voluntad e identificación con el soberano. Multitud, en cambio, afirma la imposibilidad (no la prohibición) del consenso y la intolerancia a la obediencia, por eso no puede hacer promesas ni pactos, ni puede adquirir o transferir derechos: multiplicidad sin unidad política, nunca logra el estatus de persona jurídica. Multitud evoca el carácter masivo y el carácter múltiple del movimiento de masas: plural de las subjetividades productivas y creadoras de cuyo trabajo vivo se alimenta la existencia del Capital, y multiplicidad de las prácticas de desobediencia al estado: piqueteros, asambleístas, caceroleros... prácticas singulares, no homogeneizadas, en que el sujeto abandona el sitio-función que la estructura le asigna y freterniza con otro sujeto creando un espacio nuevo y un vínculo nuevo. Fusión de minorías actuantes ninguna de las cuales aspira a transformarse en mayoría. La multitud desarrolla una fuerza que se niega a la codificación estatal, que se niega a convertirse en gobierno: contra-poder (Negri), anti-poder (Holloway), potencia (Spinoza); la multitud obstruye los mecanismos de la representación estatal. El concepto de multitud además funciona mejor que el de clase obrera: es preciso poner en duda la centralidad obrera ante los nuevos modos de insurrección de las masas. El concepto de multitud expresa la diversidad potente de las fuerzas de transformación social y soporta un concepto marxiano básico: el de explotación. El acontecimiento del 19/20 de diciembre fue una insurrección con, al menos, dos características novedosas: uno, ausencia de dirigentes y/u organizaciones centralizadas que convocaran y/o encauzaran a las masas (de hecho, los intentos de los partidos de izquierda por apostar sus estandartes identificatorios fueron rápidamente desbaratados por la multitud), y dos, ausencia de reivindicaciones particulares (“Que se vayan todos, que no quede ni uno solo” es una consigna indefinidamente subversiva). Es decir, no hubo autor del movimiento[6], hubo movimiento protagonizado por la multitud, advenimiento del absoluto imprevisto.

Un significante duro es el procedimiento de cierre (código, alamud, sitio, función) que las reglas de un estado de cosas articulan ante el despliegue de un acontecimiento –emergencia de la pura multiplicidad del ser– para obligarlo al retraimiento, a la surrección, a la imperceptibilidad, a la ley y el orden (lo que Castoriadis llamaría clausura de significaciones[7]). Un significante duro es el encubrimiento de la temporalidad esencial del acontecimiento, excrescencia (contingencia exterior, heteronomía) que encaja en lo cierto a la interrogación abierta: un acto de intensificación de la densidad del estado de cosas. Los medios de comunicación masiva fabricaron la más clara reacción estatal en su empeño codificador por forzar el acontecimiento a alguna determinación: “el corralito”, “la Corte Suprema”, “elecciones ya”, “asamblea constituyente”, “la clase media”, son algunos ejemplos de significante duro; también todas las figuras de “la nación” como la bandera y el himno, el “seamos todos argentinos”, tabican el infinito de las singularidades convocadas por la crítica material del pensamiento actuante contra el orden heteróclito del Estado, orden que procura mantener esas singularidades en la más recóndita imperceptibilidad: la multitud deviene pueblo. Es el deseo por la estabilidad y la conservación permitiendo que la circulación de una(s) verdad(es) se interrumpa, es decir, ratificando la detención del proceso de producción que esa circulación habilita.[8]

Una política es un pensamiento actuante que, lúcido y frágil, rebelde y tenaz, se mantiene fiel a un acontecimiento. Una política actúa en situación, pero a partir de un acontecimiento, es decir, a partir de aquella invención que está más allá de la situación, porque es en esa invención donde el pensamiento actuante encuentra el material para prescribir algo nuevo posible en situación: una política es una afirmación de posibilidad de lo imposible. La producción de verdad(es) a partir del acontecimiento del 19/20 de diciembre está determinada por la actividad de quienes nos mantengamos fieles a ese acontecimiento.

Derrumbes

Nunca podremos saber, ni mucho menos decir, lo que sucedió en la jornada del 19-20 de diciembre. Los acontecimientos no se dejan encarcelar en fórmulas, subvierten cualquier enunciado que pretenda declarar esencias. Lamento mucho por los filósofos que aspiran a dictaminar el ser de las cosas desde sus escritorios o sus cómodos sillones junto al fuego, que confían en su hiper-crítico juicio para “leer correctamente” los fenómenos como si los vieran “desde afuera”. No pueden. De hecho, no se puede estar afuera de un proceso social más que de un modo: a través del ejercicio de segregarse, de ponerse afuera, que siempre es parcial y transitorio, y que entraña de por sí una toma de posición (ideológica, política y mucho más) frente a esa realidad a la que se pretende mirar con objetividad. No hay neutralidad posible, ¡y mucho menos frente a un acontecimiento! No se puede decir lo que ello fue, lo que es.

Primer derrumbe. La identidad entre el ser y el pensar, legada por Parménides a los filósofos, se ha desplomado. (Nunca estuvo.) Sobre sus escombros parlotean huérfanos los que todavía pretenden decir “lo que es” y “lo que se debe hacer”, a quienes ya casi nadie escucha (economistas, periodistas, políticos, intelectuales, todos comprometidos con la maquinaria estatal).

El acontecimiento comenzó en diciembre, pero se continuó y perdura en el movimiento asambleario. Trajo consigo una ruptura, tan inesperada en su emerger como imprevisible en su porvenir. La misma puede verse en el quiebre respecto de la cultura política instituida, en la instauración de prácticas deliberativas y de trabajo barrial colectivo, que rompen expresamente con los roles políticos legales/ilegítimos inculcados e impuestos a la sociedad por el estado, la máquina que (re)produce a través del control y el disciplinamiento. No es casual que el más grande de los movimientos se produjera el día en que el estado decretó la orden de mayor quietud y sujeción de los cuerpos (estado de sitio). Esto es una ruptura. Quienes cuestionan la legalidad y el sentido democrático de las asambleas barriales (los alfiles del Imperio), no entienden que los vecinos nos hemos desplazado del lugar que nos asigna el esquema político-económico que nos oprime. Que alguien les avise que los cimientos del edificio institucional se han estremecido; las asambleas están desmontando sus ladrillos, y construyen en otro lugar.

Segundo derrumbe. El principio de razón suficiente, aquel que conduce a la búsqueda de fundamentos últimos, al problema del fundamento de la totalidad, también se nos cayó. Nos estamos apartando de los fundamentos protectores y tranquilizadores. Los principios y valores políticos incuestionables hasta hoy, están siendo cuestionados, ¡porque nuevas prácticas han iluminado su relatividad y su sentido político!

Y en este proceso, el ciudadano, sujeto-sujetado de la política imperial, está desapareciendo frente a la irrupción atrevida del vecino, cuyo lugar de acción está en los espacios colectivos (las asambleas). Las nuevas prácticas consolidaron la aparición de un nuevo agente político: la multitud, cuyo propio devenir contradice la concepción de la sociedad como conjunto de átomos individualistas, como mera suma de individuos. La multitud no es suma de individuos ni sujeto colectivo compacto. No es, deviene. Deviene como proceso, grupo de grupos que conviven tensamente, espacio donde las diferencias coexisten sin eliminarse, sin llegar a una totalidad. Nada más absurdo que acusar de antidemocrático a este proceso en el que los vecinos nos escuchamos y construimos consensos. Democracia alevosa de individuos-colectivos.

Tercer derrumbe. La idea de sujeto racional y autónomo, cerrado en sí mismo, centro neurálgico del individuo que busca su realización personal y que se da una esfera exterior en el ámbito de su propiedad, un poco egoísta tal vez (por qué no?)... se desmoronó. El vecino ya no es el individuo atomizado preocupado por su interés privado, ya no existe como separado del grupo. En su más recóndita intimidad está atravesado por los demás, en un vínculo que ahora se ha fortalecido y que lo devuelve constantemente a la multitud.

Las grandes estructuras que se derrumbaron, no se esfumaron en el aire. Quedaron sus ruinas, amontonadas sobre la tierra. Por eso, muchos de los que se reunieron a su alrededor, al contemplar esas ruinas, comenzaron a sentir una temerosa añoranza de las antiguas edificaciones. “Ya no podemos comprender ni expresar lo que sucede, ya nadie escucha a nuestros sabios-técnicos. Nuestras fórmulas se han vaciado de sentido, ¡porque nuevos sentidos han emergido con el acontecimiento, y nos han sumido en la incertidumbre! Nuestro saber ya no controla, nuestros principios ético-jurídicos más sagrados ya no pueden aquietar a la multitud, que cuestiona y desafía sin cesar las bases de nuestro orden, el gran fundamento que regía nuestras vidas. ¿Qué queda por hacer? Sólo una cosa: refugiarme en mí mismo (¡ahí no me pueden afectar!). Encerrarme en casa y sentarme a esperar, escopeta en mano, a que empiecen los saqueos. Hacer mi vida sin mirar a mi alrededor, como si nada pasara, esquivando piquetes y cacerolazos...”

Silencio sepulcral después de los derrumbes. Hora del gran desconcierto para los últimos ciudadanos. En las calles, bajo el estruendo de las cacerolas, aparece la multitud.

Algunos estudiantes de Filosofía que, curiosos, miraban por las pequeñas ventanas de los claustros, no podían salir de su conmoción ante la visión de los derrumbes. Se miraban sin entender. Pero lentamente, en el silencio del desconcierto, empezaron a comprender lo que aquello significaba.

I No hay una relación de identidad entre “La Filosofía” y la forma en que ella es pensada (y por ende practicada) en la academia. No es ésta la única Filosofía posible.

II Los “fundamentos” que están a la base de las prácticas académicas no son “verdades incuestionables”; son criterios de regulación y control de dichas prácticas, orientados a la reproducción de ciertos saberes y a la producción de ciertas subjetividades. Ellos mismos no tienen otra razón de ser (otro fundamento) que las prácticas a que dan lugar, lo que ellas (re)producen.

III La facultad, institución estatal, no existe separada del suelo social que la sostiene, cerrada en sí misma. Ella está atravesada por la vida social. Sin embargo, también está inserta en una red institucional, y despliega dispositivos para resignificar u ocultar los conflictos y las experiencias sociales que cuestionan el orden instituido.

“¿Y ahora qué hacemos? Los pilares mismos de esta carrera se derrumbaron, y acá adentro nadie parece haberse dado cuenta.”

“Entonces no esperemos más. Bajemos al patio en silencio... y empecemos a hacer Filosofía.”


LA TERCERA VIA

Ensayo sobre las posibilidades en la carrera de Filosofía

Actualmente la visión del hombre cansa

- ¿qué es hoy el nihilismo si no es eso?...

Estamos cansados de el hombre...

F. Nietzsche, La genealogía de la moral, I, 12

NO tengo a mano encuestas, comentarios u otros datos que permitan conocer el perfil del ingresante a Filosofía, y mucho menos las primeras impresiones que se pueden tener de esta, nuestra carrera. Por eso, voy a dejar de lado los promedios para -en lugar de eso- abocarme a mi propia idea de «estudiante que comienza», la cual se basa únicamente en mi propia experiencia. Hecha la aclaración, prosigo.

Además de los primeros teóricos que cursé, recuerdo sobre todo la sensación que acompañó las palabras de algunos profesores y las distintas reacciones que fui teniendo hasta hoy. La sensación, para los fines de este artículo, no tiene demasiado interés -aunque para satisfacer al lector curioso puedo decir que fue de decepción. Las distintas reacciones, claro, tampoco son de demasiado interés, porque podría clasificarlas taxonómicamente en una larga lista -y estoy seguro que a nadie se le cruzaría por la cabeza abordarla. Sin embargo, hay tres palabras que bien podrían servir de resumen para las dos cosas, sensación y reacciones. Estas palabras son: voluntad de cambio.

Supongo que más de uno se sentirá aludido, porque estimo que -en este mundo- tener deseos de cambiar algunas cosas que no andan bien (¡y que podrían andar mejor!) es común denominador especialmente para los filósofos y los mancebos con pretensiones de llegar a serlo algún día. Se me dirá quizás que en mi definición dejo de lado la vida exclusivamente contemplativa, característica que es condición suficiente para ser catalogado como filósofo. A esta posible crítica respondo que estoy razonando inductivamente; es decir, tomo todos los filósofos que conozco, catalogo sus motivaciones, hago una especie de promedio, y digo lo que dije. Pero bueno...

Cualquier estudiante con voluntad de cambio se choca. Primero (1), con teóricos que son teóricos y prácticos que son prácticos pero parecen teóricos. Después (2), con contenidos completamente ajenos a la realidad -sea la histórica, la política o la cotidiana- y a los enfoques de otras disciplinas que pudieran ser de utilidad ante temas específicos. Tercero (3), con el sistema de evaluación predominante, que incentiva más que nada la memorización y la repetición de la información. Cuarto (4), con los mismos estudiantes que, probablemente acostumbrados a la dinámica mamada en los claustros, parecen no preocuparse por el que tienen al lado más que para lanzar una sutil sonrisa de sarcasmo cuando éste «pisa el palito». Como resultado, cualquier aportación personal -ya sea crítica o creativa-, cualquier intento de abrir el panorama de análisis -por ejemplo, a través de enfoques interdisciplinarios-, y cualquier otra cosa que escape a lo normalmente establecido es desincentivado, desacreditado, des—terrado.

Aparece ante nuestros ojos una estructura y un Estado[9] , que juntos vendrían a ser como una especie de Negra Prisión de Acero (si alguien leyó Valis, de Philip K. Dick [10] , sabe de lo que estoy hablando). Esta estructura nos limita, nos coacciona y nos quita fuerzas, y la voluntad de cambio termina tirada por ahí, en una especie de eterno stand-by.

Podría ser, sin embargo, que el estudiante no se dé por vencido y que comience a “militar” (que fea palabra, che) para poder quebrar el estado de cosas «oficialmente». Esta, la vía tradicional de lucha, suele empezar y terminar en un grito, un llanto, un pataleo que tiene como fin ser escuchado por algún miembro estatal que ostente cierta cuota de poder. El estudiante se vuelve a chocar: cualquier propuesta para la carrera tiene que pasar por la Junta, el Jefe del Departamento y el Consejo controlado vaya uno a saber por quién. Así, las ideas reformadoras tienden a tener poco futuro si se sigue este camino.

¿Habrá, acaso, una tercera vía -la del no-ser mejor no la pensemos- que nos permita romper con el esquema instalado? ¡Ah...! ¡Qué pregunta!... Antes de responderla -es muy sabrosa y quisiera degustarla- preferiría decir unas pocas palabras sobre la “vía tradicional” que comenté más arriba: su plan de acción ideal, muy esquemáticamente, consistiría en tomar el poder del Estado para, luego, destruir la estructura vigente y -probablemente- instaurar otra desde arriba3 [11] . En otras palabras, pone las esperanzas en el futuro, porque -más allá de algunos “logros” circunstanciales-, nunca pudo destruir la estructura y materializar su deseo -lo primero es condición necesaria de lo segundo. Ahora sí, la respuesta: existe una tercera vía que rompe -de hecho- con la estructura. ¿Cómo? Modificándola.

¿De qué estamos hablando? Estamos hablando de un hacer local. Es decir, hacer nosotros lo que nosotros buscamos. Es, grosso modo, una cuestión de necesidades y deseos que se llevan a la práctica por los interesados con los medios que tienen a su alcance. Pongamos un ejemplo: la familia de Cuchuflito Pérez y la de su vecino no tienen qué comer; Cuchiflito y su vecino se juntan y hacen una huerta en el fondo de sus casas, organizan compras comunitarias, etcétera; resultado: la familia de Cuchuflito Pérez y la de su vecino sí tienen qué comer. ¿Consiguieron algún Plan Trabajar? No. ¿Rompieron Cuchuflito y su vecino la estructura? No. ¿Rompieron Cuchuflito y su vecino con la estructura? Definitivamente sí [12] .

El hacer local parece, entonces, tener al menos tres estadios. Primero: la explicitación de las necesidades y de los deseos; ver cómo se quiere estar o qué se quiere obtener. Segundo: el análisis de las posibilidades de efectivización de esas necesidades/deseos a partir de medios que se tienen al alcance. Tercero: el acto mismo. Por otra parte, los tres estadios aparecen enmarcados dentro de un fortísimo componente de horizontalidad -personas que se unen como iguales en cualquier sentido imaginable (en cuanto a objetivos, en cuanto a la puesta en práctica de las tareas, en cuanto a la distribución -conciente o no- de los beneficios, ...)- y de autosuficiencia.

Ahora bien, ¿cómo podría aplicarse este método de acción para satisfacer las necesidades/deseos que la carrera inspira? Algunos párrafos atrás explicité tres cosas que en un principio podrían querer cambiarse: la dinámica de cursada -donde además de la manera en que se ven los contenidos, también incluyo la apertura a nuevos-, la forma tradicional de evaluación -básicamente, los exámenes presenciales- y las relaciones de los alumnos dentro del aula -que suelen ser una porquería-. Hay muchas más, pero me limitaré a las mencionadas por las limitaciones espaciales que este escrito me impone.

Acá el camino se bifurca: por fuera y por dentro (de las aulas). Por fuera, existe la posibilidad de armar grupos de estudio (ya hay unos cuantos), talleres y otros lugares de análisis-crítica-producción de conocimiento. Por dentro, todo parece reducirse a la fuerza de los alumnos y de los profesores, que serían la base de una transformación de las clases hacia una forma que trataría de evitar la transmisión del saber para buscar una construcción colectiva del mismo. En cualquier caso, la multiplicidad de intereses, análisis y opiniones y, en consecuencia, también el respeto por las multiplicidades, son las condiciones para llegar a buen puerto. Ahora bien, cualquier intento de pensamiento colectivo -analítico, crítico o constructivo- requeriría, ante todo, un cambio en la mentalidad del alumno raso de la carrera de filosofía, ya ante las perspectivas de las disciplinas que le son ajenas, ya ante las opiniones de los demás compañeros -que también le son ajenas. En este sentido, el problema se reduciría a die Umwertung aller Werte, a una transvaloración [·].

Por último, podría afirmarse sin especular demasiado que ambos senderos son igualmente realizables dadas las circunstancias actuales, ya que no requieren de ningún tipo de autorización u oficialización -excepto, quizás, el tema de los exámenes... que, sin embargo, deberían tender naturalmente hacia la producción de monografías u otras formas similares-, y los únicos “impedimentos” no serían otros que las ganas o el esfuerzo -nuestros-. Asimismo, estos senderos actuarían dialécticamente entre sí (por lo que la bifurcación sería una ilusión), si consideramos que los participantes de -por ejemplo- los talleres serían los mismos que los de las clases tradicionales, y viceversa.

En este punto surge la idea del contagio, según la cual a medida que el tiempo y el movimiento avanzan, también avanza la efectivización global de la “utopía”. Es cierto, empero, que esta idea se sostiene, uno, del presupuesto socrático de que el conocimiento lleva al bien; dos, del presupuesto personal de que el bien es esta manera de estudiar filosofía. Pero este último es fácilmente justificable si levantamos la cabeza para ver el estado actual de las cosas... ¿O NO?

[1] La aclaración vale por la abigüedad que puede suscitar el término “transformación”. De hecho, la sociedad capitalista se transforma constantemente, pero hacia lo peor.

[2] El concepto de militante porta una carga histórica demasiado pesada para mí: alude a prácticas políticas de los setenta, a partido u organización armada, a jerarquía propia de lo militar. En cambio, el concepto de activista está vinculado a la acción de teorías y prácticas autogestivas.

[3] ALAIN BADIOU, Dos ensayos de metapolítica, en revista Acontecimiento número 17: La política es un procedimiento de ma­sas, porque toda singularidad la requiere y porque su axioma, simple y difícil a la vez, es que la gente piensa. Algo que a la gestión le impor­ta poco, ya que no considera sino el interés de las partes. Se puede decir también que la politica es de masas, no porque tome en cuenta los ‘intereses del número más grande’, sino porque se edifica a partir de la suposición verificable según la cual nadie está sometido, ni en su pensamiento ni en su acto, por el vínculo que lo obliga a estar consagrado a su lugar.”

[4] Ejemplos sobran, básteme uno muy conocido: el zapatismo en Chiapas.

[5] Resulta imposible pensar la relación cuantitativa del “número” de elementos de un múltiple infinito y el número de partes.

[6] Ni siquiera anónimo, pues la figura del anonimato localiza un origen, fija una voz, pero un acontecimiento no es obra de un cuerpo anónimo, sino de un cuerpo innómino.

[7] Castoriadis plantea que hay clausura de significaciones en una sociedad cuando ninguna cuestión que pudiese plantearse en ese sistema carece de respuesta en ese mismo sistema. El auténtico trabajo del pensamiento sería romper las vallas de las diferentes clausuras y romper sus propias vallas también. En una sociedad autónoma nadie debería ni podría eliminar las incertidumbres. Todo sistema que explique y justifique todo es totalitario, porque niega la libertad radical del pensamiento.

[8] Hesitan el texto porosidades que quieren evitar el trazo cadaverizado: si la lucha (creación, deseo, caos, insurrección) es la apertura de un vacío que introduce en un estado de cosas (situación, cuenta por uno, dispositivo, registro) la indeterminación, y si la organización es un producto de la lucha, ¿no significa esa organización sucesiva la promoción de una nueva clausura todavía más sofisticada que la antecedente? Toda desterritorialización, ¿no obtiene su correlato fatal en una reterritorialización? Si es en la práctica donde se dirime la verdad, la terrenalidad del pensamiento, ¿qué grado de habitabilidad efectiva guarda la pura indeterminación, qué potencia real la fidelidad al acontecimiento? Entiendo que es imposible responder. Sólo hay constitución de acontecimiento en situación (concreta, localizada) y todo cuanto podemos hacer (nada más, pero especialmente nada menos) es mantenernos fieles a un acontecimiento, abrir brechas teórico/prácticas de posibilidad para un nuevo acontecimiento, y estar alertas.

[9] Considero «estructura» al modelo de reglas y pautas de comportamiento y de pensamiento formado por el conjunto de las relaciones sociales. Considero «relaciones sociales» a aquellas interacciones humanas vistas desde el ángulo social. Considero por fin que, en las sociedades modernas, la estructura se vale mayoritariamente del Estado (entendido como Gobierno), el cual no sólo explicita ciertas reglas, sino que también vela por su cumplimiento.

[10] Philip K. Dick (1928-1982), escritor de ciencia ficción, estudió filosofía en la Universidad de California (EE.UU.). Entre sus principales obras se encuentran: El hombre en el castillo, La mente alien, Valis, La divina invasión y ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?.

[11] Si el Estado es efectivamente una herramienta de la estructura, las posibilidades de un cambio total a través de la toma de aquél estarían supeditadas a las circunstancias estructurales. En otras palabras, un gobierno revolucionario que buscara establecer formas de vida antagónicas a las imperantes difícilmente podría sostenerse el tiempo necesario para alcanzar dicho objetivo.

[12] Al romper con las reglas y/o pautas de comportamiento y/o pensamiento vigentes, están rompiendo con la estructura en un momento dado y, al mismo tiempo, están transformándola -en gran medida a nivel individual, en menor medida a nivel general. ¿Cuáles serían esas pautas? Por ejemplo, el tener que comprar las verduras en la verdulería. Sobre cuestiones como si el agua que usa Cuchuflito para el riego la provee Aguas Argentinas... El ejemplo muestra una ruptura con ciertos aspectos de la estructura. Romper con la estructura, en sentido estricto, es un imposible.

· Esta es una cuestión central que, por las obvias limitaciones de este escrito, tendré que dejar para más adelante.