Quebrar la triple ilusión
Sobre concursos, rentas y excelencia.
Apuntes sobre las condiciones políticas de la
producción y reproducción académicas.
Conversando con Foucault a principio de los ‘70, Gilles Deleuze decía «Ninguna teoría puede desarrollarse sin encontrar una especie de muro, y se precisa de la práctica para perforarlo». Esta frase nos interesa porque nos permite pensar una estructura, un sistema, compuesto por elementos prácticos o teóricos y por las relaciones, siempre parciales, siempre fragmentarias, que existen entre ellos. Entendemos que no hay teoría política que, por abarcadora que sea, pueda existir en sí, por sí y para sí; podríamos decirlo, toscamente, del siguiente modo: no hay teoría capaz de caminar sin pisar. Y entendemos que no hay práctica política que, sin importar su magnitud, pueda darse en el vacío, en forma absoluta e independiente; podríamos decirlo, con simétrica tosquedad, así: no hay práctica capaz de pisar sin caminar. Sin embargo, en la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA (FFyL) estamos acostumbrados a actuar únicamente en respuesta a los ataques: cada vez que aparece un conflicto, nuestra práctica resulta puramente defensiva, absolutamente primaria, masivamente reactiva.
Estos apuntes intentan iniciar un debate cuya relación con la pregunta por el sentido de la universidad se nos da en el despliegue de tres problemas que, a nuestro entender, están mal planteados. Hablamos de concursos, rentas y excelencia.
- I -
La problemática es triple y es triple la ilusión que la enmascara. ¿A qué llamamos triple ilusión?. PRIMERO: el problema de los concursos se nos muestra bajo un ropaje jurídico y moral: sólo se trata, nos dicen, de un problema de aplicación de reglamentos y de neutralidad valorativa («objetividad») a la hora de juzgar el mérito de los aspirantes a la «carrera» académica. SEGUNDO: el problema de las rentas se nos muestra bajo la forma de la economía: sólo se trata, nos dicen, de un problema presupuestario cuya resolución depende, por un lado, del Gobierno Nacional (o sea que esa resolución es siempre externa; por eso el manual de resistencia estudiantil exige «salir a la calle a luchar») y depende, por otro lado, de la cantidad de dinero presupuestado (o sea que esa resolución es siempre cuantitativa; por eso hay que pedir «la triplicación» o la quintuplicación del presupuesto). Y TERCERO: el problema de la excelencia se nos muestra bajo el aspecto de lo académico: sólo se trata, nos dicen, de cómo garantizar un mínimo de contenidos y aptitudes que aseguren la profesionalización de los cuadros universitarios.
¿Y qué es lo que nos oculta?.
PRIMERO: se oculta la injusticia de la ley que estructura la constitución jurídica misma tanto de la UBA como de la FFyL, y el modo en que opera el inmenso aparato de autolegitimación interna y externa que la sostiene. Más claramente, los concursos funcionan como instancias de legitimación en la medida en que proveen de un paraguas legal a relaciones de fuerza francamente desfavorables para quienes no están abonados a la rosca académica: quien no se deja apadrinar por alguna de las facciones enquistadas en el poder, se jode. Se trata del discurso de la transparencia como ilusión.
SEGUNDO: se oculta la injusta distribución de los recursos al interior de la propia UBA y el proceso por el cual se legitima diariamente el trabajo ad-honorem de un importante sector de la planta docente. Más claramente, las rentas que no percibe un importante sector de la planta docente son substituidas por el «honor» de reproducir capital simbólico en las aulas y departamentos de esta «alta casa» de estudios: en otras palabras, lo que en los insospechados arrabales de Puán 480 se suele llamar «derecho de piso», aquí es denominado «por el honor» (pero en latín, of course). Se trata del discurso del reconocimiento como ilusión.
Y TERCERO: se oculta la perversa constitución del imaginario académico, cuya indiferencia respecto de la dramática situación social (por citar solamente un dato harto conocido: más del 50% de los argentinos por debajo del límite de la pobreza) sólo ha sido posible a partir de la interiorización por parte de una mayoría de profesores –y de no pocos estudiantes– del discurso hegemónico de la profesionalización y excelencia, el cual, en paralelo con el triunfo generalizado del discurso neoliberal en el plano político-social general, ha asegurado una particular distribución del poder material y simbólico al interior de las propias facultades. Más claramente, el académico, ilusionado con su condición de profesional y excelente, se imagina «independiente» de la política sin sospechar que ésta lo constituye. Es el caso del siervo que se cree señor, diría Hegel, pues ha introyectado los condicionamientos pero no los reconoce por creerse libre de ellos. Se trata del discurso de la excelencia académica como ilusión.
- II -
Creemos, entonces, que no puede hacerse evidente la estructura oculta detrás de cada una de estas tres ilusiones si no modificamos las modalidades de abordaje a las que estamos acostumbrados. En este sentido, los enunciados que proponemos a continuación no son otra cosa que simples tentativas, ideas más o menos dispersas que, en línea con la tarea que nos propusimos, intentan pensar de otro modo la actual situación universitaria.
1. Ante la transparencia como ilusión, reponer la pregunta por la constitución misma de la universidad pública, por la justicia de sus principios rectores y el tipo de dinámica que sanciona.
Cuando hablamos de los concursos no estamos sólo ante un problema jurídico, no estamos sólo ante un problema del orden del reglamento, del procedimiento, es decir, de si es legal o no tal norma. Ni siquiera estamos ante un problema que podríamos denominar moral en el sentido de una legitimidad restringida, es decir, de si ha sido justamente aplicada la norma que articula éste o aquél concurso. Para nosotras/os se trata más bien de un problema de validez política, cuya ética no pasa por lograr jurados justos o probos –aunque no habría que desechar de antemano ninguna «mejora» al respecto–, sino por cambiar las condiciones de producción de la norma misma en tanto partimos de la idea de que la justicia misma de la ley es lo que debe ser puesto en cuestión: la turbia institución de la cátedra de Filosofía del Derecho, la incertidumbre que signa a la cátedra de Estética, la obscena acumulación de cargos por parte de algunos profesores, y los escandalosos rechazos «académicos» a conocidos compañeros, son efecto de la injusticia que la ley vigente inexorablemente produce.
Por eso nuestra posición no es la de un edulcorado pedido de «transparencia» en las instancias que deciden la constitución e institución de las cátedras. La legalidad institucional que avala, por ejemplo, a la cátedra de José Gabriel Vazeilles de Historia Social General (en abierta y saludable divergencia con la cátedra de Luis Alberto Romero) no nos impide afirmar que esa cátedra goza de la misma ilegitimidad política que los ejemplos mencionados de la carrera de Filosofía. ¿Y qué entendemos por legitimidad política en la constitución e institución de una cátedra?
Para aclarar esto, digamos primero que la masividad gratuita no es sinónimo esencial de una universidad pública. Fundamentar el carácter público en lo masivo (que está determinado por el número de «individuos aislados» –también llamados «usuarios» o «consumidores»–, que van acomodando, según puedan, las ofertas de conocimiento en sus «chango-mochilas») y considerar que es garantía suficiente de ese carácter público la gratuidad (que está determinada por un ente superior –también llamado papá Estado o mamá Multinacional–, que corta el lazo entre nuestra responsabilidad y la universidad que habitamos), son criterios para establecer el carácter público de la universidad sólo para una mirada torpemente empresarial –o estatal– de lo público. Una mirada torpemente empresarial –o (no nos cansaremos de insistir) estatal– que hace de la universidad la ocasión de una suerte de «transacción espiritual», que hace de la universidad cabalmente una «empresa de servicios».
Por eso, cuando hablamos de responsabilidad, no hablamos de ninguna manera de «responsabilidad individual». La mirada que hace de la universidad una empresa de servicios que ofrece capital simbólico (esto es, muy básicamente: saberes legitimantes, gestorías burocráticas y posiciones sociales acomodadas) para una minoría, alimenta el sentido común que no ve en la universidad más que una inútil y onerosa torre de marfil destinada a cobijar los afanes elitistas de una casi insignificante porción de la sociedad. Cuando hablamos de responsabilidad, hablamos en el sentido, abierto y problemático, de responsabilidad con la sociedad y declaramos que lo público es lo colectivo pensando lo colectivo. Esto quiere decir que no puede haber carácter público sin implicación subjetiva, que no puede haber carácter público sin compromiso corporal, que no puede haber carácter público sin responsabilidad colectiva, pensante, política. Lo público puede o no ser también masivo. Puede o no ser también mercantilmente gratuito. Pero siempre bajo la condición de que la masividad no se reduzca al penoso apelmazamiento de la pura cantidad amontonada (cosa que experimentamos con monótona indiferencia, estudiantes y docentes, en cada comienzo de cursada). Y bajo la condición también de que la gratuidad mercantil no acarree la desaparición de nuestra responsabilidad con la universidad (que es un modo de nuestra responsabilidad con la sociedad). Hoy, en nuestras condiciones, las antiguas banderas de compromiso político-subjetivo de la «masividad» y la «gratuidad» se han teñido de sus colores opuestos: mecanismos, oficiales y contestatarios, de i-rresponsabilidad social, de des-implicación subjetiva.
Ahora sí, podemos reconducir políticamente este problema y responder a la pregunta por la legítima constitución e institución de una cátedra en el plano de la implicación colectiva.
Decimos que no se trata pues de concursos, sino de generar un dispositivo público (en el sentido antes mencionado) de implicación subjetiva (o sea, de responsabilidad real y compromiso concreto) que nos permita a estudiantes, docentes y graduados, pensar, proponer, evaluar y decidir, la constitución e institución de una cátedra.
2. Ante el reconocimiento como ilusión y la persistencia del honor como patología, reponer la pregunta por el sentido del trabajo material e intelectual al interior de la situación universitaria.
Al problema de la cantidad de profesores y profesoras que trabajan/mos en la UBA bajo la medieval figura del ad-honorem no hay que leerlo como un síntoma de la descomposición. Es la descomposición misma puesta a trabajar. Defendamos, por única vez, el honor de los que trabajan por el honor y digamos: la cuestión de las rentas no es sólo un problema económico. No es un problema que dependa sólo del aumento del presupuesto universitario. Poner en el centro del discurso el drama del presupuesto pre-supone demasiadas cosas, y pedir más presupuesto es pedir más pre-suposiciones aún: bien sabemos que en un argumento lo que está pre-supuesto es lo que se da por sentado, lo que no se interroga, lo que no se discute, lo que no se piensa. Por ello, cuanto(s) más pre-supuesto(s) tengamos, menos cosas tendremos que pensar: pensar la universidad, pensar los pre-supuestos que la sostienen, pensarnos a nosotras/os en la universidad, pensar el sentido de la universidad en la sociedad... Si el problema es básicamente económico, los pre-supuestos (justamente, la base del argumento) permancen incólumes.
Para nosotras/os, en cambio, el discurso del reconocimiento oculta un conflicto que es doblemente político. En primer lugar, es político porque viola el principio de igualdad y desnuda el carácter estamental y elitista del grupo minoritario de profesoras/es que gobierna las facultades –dado que en su gran mayoría determinan que es normal que sus ayudantes no cobren los primeros años de su trabajo. En segundo lugar, es político porque la reproducción simbólica y material de la UBA depende de un cuerpo de profesores no reconocidos como tales –los ayudantes de primera y los jtp son «eternos graduados»; los de segunda son exactamente eso mismo, «de segunda».
Por lo demás, no hay que dejar de señalar un punto cuya gravedad es insoslayable: todo esto ha sido posible, entre otras cosas, porque el profesor universitario promedio no se piensa a sí mismo como un trabajador asalariado, sino como un intelectual cuya función es decirle a otros asalariados lo que tienen que hacer.
Es más: si le damos otra vuelta de tuerca al asunto, no podemos dejar de advertir que pensarse/nos como trabajadores asalariados conlleva a otro punto cuya gravedad no es menos insoslayable: un asalariado es un productor que no produce para sí mismo sino que vende su fuerza de trabajo y sus potenciales productos a otro que, mediante el poder del dinero, impone sus condiciones. Esta imposición de condiciones por el dinero separa nuestra capacidad de actuar (la producción) de nosotras/os mismas/os (las/os productores). Desde esta perspectiva, un asalariado es un productor sometido que brinda un servicio para sobrevivir. Por eso decimos que no es reivindicable el trabajo asalariado, ya que se trata de un tipo de producción subordinado al Capital. Asumirnos así, como meros asalariados, es tendernos una doble trampa: por un lado, es asumirnos como «víctimas» del sistema, y por otro lado, es des-implicarnos de nuestro carácter de productores.
A menudo la docencia se mueve en esta bipolaridad: o «intelectuales» que, desde un lugar de privilegio (y embriagados con los perfumes del saber socialmente legitimado que ostentan), indican qué es lo que hay que hacer; o «asalariados» que, autoflagelantes en huelga de hambre (y enajenados de su condición de productores), sólo brindan un servicio. Nosotras/os entendemos que ni tanto ni tan poco. Y citamos a los zapatistas: «entre todos, sabemos todo». Y, más o menos, así de sencillo nos parece el asunto: las aulas pueden transformarse en un encuentro entre saberes donde se produzca pensamiento, un docente puede transformarse en alguien que, ni tan adelantado ni tan rezagado, co-labora con esa tarea, y un estudiante puede ser alguien que no sólo ostenta un saber social sino que además se pregunta qué hacer con ese saber social. Se trata, a nuestro modo de ver, de experimentar una transformación en la que pasemos, tanto docentes como estudiantes, de ser consumidores individuales a ser productores colectivos.
3. Ante el discurso de la excelencia académica, reponer la pregunta por el sentido material y simbólico del trabajo académico en nuestra sociedad.
La cuestión de la producción académica nos enfrenta a un problema que no sólo es de orden educativo y que de ningún modo se puede reducir a una cuestión de excelencias, de competencias que deberían ser adquiridas según una jerarquía de valor exterior a la de los propios productores. Sin embargo, la situación actual está atravesada de cabo a rabo por dicha lógica. Una muestra de ello es la discusión alrededor de la mencionada cátedra de Historia Social General que reabrió una polémica por la excelencia, una de cuyas últimas manifestaciones públicas fue un documento de apoyo a Luis Alberto Romero firmado por casi toda la plana intelectual mayor de Puán 480.
Hay que decir al respecto que dichos intelectuales –casi todos ellos titulares de Cátedra– fueron los que gobernaron la Facultad por casi 20 años, y los que supieron forjar no sólo su prestigio al calor de la producción universitaria –capital simbólico que ahora utilizan para defender sus propias posiciones–, sino también un modelo que ha dejado muy poco para las generaciones que vienen. Los cuadros universitarios intermedios habitan hoy las aulas de la facultad exudando un resentimiento directamente proporcional a la distancia que verdaderamente existe entre lo que les han colocado como modelo de producción y lo que realmente son capaces de producir.
La expresión japonesa kokoro puede proveernos una fértil lectura de esta situación. Se dice kokoro para lo que solemos llamar “corazón”, pero kokoro, estrictamente, expresa un enlace entre corazón y mente, una constante oscilación entre sensación y pensamiento irreductible a alguno de los dos términos. Frente al panorama que nos presenta el ámbito universitario, y las subjetividades que éste constituye, parece claro que en muchos casos se ha llevado a cabo el divorcio entre el sentir y el pensar, que se ha despojado al pensamiento de los estados de ánimo, convirtiendo al primero en un acto puramente mecánico, estéril, donde ya no cabe la denominación de pensamiento sino la de saber; un saber que puede ser fácilmente dirigido y manipulado, cuantificado y restringido. Y convirtiendo los estados de ánimo en excrescencias impuras del ámbito de lo sensible, esto es, del falso mundo de los fenómenos. Así, separada, mutilada, la mente del corazón, asistimos a la muerte de ambos. El cuerpo ya no sufre: vegeta. La mente ya no piensa: sabe.
Es por ello que no debería extrañar a nadie que las prácticas que se desprenden de esta disociación produzcan nada. Producción que refuerza la exitosa gestión de la reproducción, el papeleo reconstructivo que pasa por pensamiento, la plenitud vacía de lo que Cornelius Castoriadis llama insignificancia. Se trata, para decirlo más claro aún, de un tipo de producción muy determinada que está orientada a engendrar una multiplicidad de enunciados in-significantes o, lo que es igual, enunciados que digan nada pero con un sofisticado y previamente legitimado aparato crítico. Es la representación más acabada del triunfo del nihilismo reactivo, la demostración de la desproporción –demasiado para tan poco- que busca perpetuar el sueño de la excelencia académica de la Facultad de Filosofía y Letras.
Pero no confundamos ni generalicemos: hay en esta misma Facultad, y en otras tantas, grupos de investigación, reflexión y acción, formados por estudiantes, docentes y graduados, que persisten en la tarea de producir actos y enunciados que disputen espacios y sentidos a la perspectiva hegemónica y reactiva de la excelencia académica. Para estos colectivos, entre los que nos reconocemos, se hace evidente que tanto lo afectivo como lo intelectual resultan ser el punto de partida hacia eso otro en dirección a lo cual nos movemos, eso que no está y que es necesario construir. En este sentido, perforar nuestra cotidianeidad, esa que experimentamos cada vez que nos palpamos como estudiantes, graduados o docentes de Filosofía y Letras, esa cotidianeidad que, in-alterada, constituye el horizonte del desasosiego, es una de las condiciones esenciales para hacer posible otra manera de pensar-hacer filosofía. Se trata, pues, no sólo de impugnar la actual partición y distribución sensible-inteligible de los cuerpos que estructura nuestra cotidianeidad, sino también, de habitarla con otros rumores y otros textos, con otras composiciones.
En suma, el problema de la excelencia también es un problema político, porque se trata del modo en que se piensan las relaciones entre producción académica y sociedad. Por eso, cuando Osvaldo Guariglia afirma que «la consolidación de una Facultad de excelencia, dedicada tanto a la formación de profesionales […] como de investigadores del más alto nivel, estaba en el programa de esa gestión [Carnese] y había comenzado a ejecutarse mediante diversas iniciativas de reformas, desde el nivel de grado hasta posgrado», no está sosteniendo algo cuyo contenido sólo pueda ser suscripto por él. Coloquemos a su lado a los más cien profesores que han firmado la misiva corporativa de apoyo a Luis Alberto Romero y preguntemos, una vez más: ¿No ha sido el discurso de la excelencia el dispositivo teórico más eficaz para convencer a más de una generación de la necesidad de tomar distancia del conflicto social? Seamos, por única vez, pragmáticos y preguntemos: ¿Cuáles han sido los resultados que esta manera de hacer y pensar las cosas nos ha ofrendado? Seamos, también por única vez, porfiadamente realistas y digamos: salta a la vista que ninguna otra cosa produjo este tiempo de academia –más allá de las experiencias minoritarias, no por ello menos valiosas, que señalamos como excepcionales en el sentido de anomalías universitarias– que esterilidad en la producción escrita y penosa complicidad ante la destrucción del edificio social.
- III -
Hablamos de concursos, rentas y excelencia. Porque en la carrera de Filosofía nos hallamos, como dice Slavoj Zizek, «ante lo que uno se siente tentado de llamar la práctica ideológica de la desidentificación. Es decir, habría que invertir la noción convencional de que la ideología provee una identificación firme a los sujetos, costriñéndolos a sus roles sociales: ¿qué pasa si, en un nivel diferente –pero no menos irrevocable y estructuralmente necesario–, la ideología es efectiva precisamente construyendo un espacio de falsa identificación, de falsa distancia hacia las coordina.das reales de la existencia social de esos sujetos». Así, un docente, un graduado o un estudiante de la carrera, sólo puede realmente desempeñar su rol social, pero también académico, político, económico, intelectual, etcétera, gracias a una desafectación ideológica que le permita, como se dice, deslindar responsabilidades. ¿Cómo se entiende, si no, que los docentes permanezcan impávidos ante el hecho de que, por el desempeño de tareas similares, algunos de ellos reciben una renta y otros no? ¿Cómo se entiende, si no, que los graduados permanezcan impávidos ante el hecho de que, por méritos similares, algunos de ellos son expulsados de la academia y otros no? ¿Cómo se entiende, si no, que los estudiantes permanezcan impávidos ante el hecho de que, por desempeños similares, algunos de ellos son aprobados y otros no?
Nosotras y nosotros no permanecemos impávidos. Por eso las/os invitamos a pensar y a ampliar, a cuestionar y a acordar, a problematizar y a responder, vamos, los invitamos a debatir estos apuntes.
Perforemos el muro. Filosofemos con el martillo.
Estudiantes, docentes y graduados de la carrera de Filosofía
de la Universidad de Buenos Aires, integrantes de los colectivos de trabajo:
Comisión de Filosofía, revista Acontecimiento y revista Dialéktica.